Las Mamás que están con Dios
El Evangelio según San Juan nos cuenta que Jesús aseguró a sus discípulos: “Si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda solo; pero si muere, da mucho fruto.” Y añade: “El que se apega a su vida la perderá; en cambio, el que no se apega a ella en este mundo, la conservará para la vida eterna.”
Al meditar este pasaje, me surge una pregunta:
¿Por qué se mueren las mamás?
Algunos podrían decir: “¡Qué pregunta tan tonta la del padre! Todos sabemos que la muerte es parte natural de la vida.” Y es cierto. Pero, en lo profundo del corazón, hay una razón más trascendental.
Las mamás no se mueren simplemente por cumplir un ciclo biológico, por enfermedad o por el cansancio de los años. Las mamás se mueren porque, en realidad, no son de aquí. Este mundo no las contiene, no las basta. Su lugar, sin excepción, está al lado de Dios.
Cuando muere una madre, solemos escuchar: “Tu mamá está con Dios”, “Ahora tienes un angelito en el cielo.” Y todas esas frases son verdaderas. Las mamás no pertenecen a esta tierra porque su grandeza desborda cualquier rincón del mundo. Solo el cielo —ese cielo inmenso, eterno y maravilloso— puede albergarlas plenamente.
Después de haber respondido con amor al llamado de Dios, de educar a los hijos, de guiarlos con paciencia, de enseñar valores, sacrificio, bondad y respeto, ellas mismas empiezan a prepararse para partir. Las señales aparecen: el cansancio, las fatigas, los achaques. La enfermedad, como campanas que suenan, les recuerda —y nos recuerda— que el tiempo se acerca.
Las mamás, silenciosamente, comienzan a alistarse para ese viaje sin regreso que tanto duele a los hijos. Al mirar a María, la Virgen, entendemos mejor este camino. Ella sube al cielo, porque no hay lugar en la tierra para una madre. Solo desde allá pueden continuar su misión. La ascensión de María es el mapa celestial que Dios trazó para todas las madres.
Y entonces vuelvo a preguntarme:
¿Por qué se mueren las mamás?
¿Por qué no tenerlas siempre a nuestro lado?
¿Por qué no disfrutar eternamente de su sonrisa, su mirada tierna, sus manos generosas, su amor incondicional?
La respuesta es sencilla y, aunque duela, debemos aceptarla:
Las mamás son prestadas. No son de aquí. Deben seguir su camino.
Por eso, como hijos, solo nos queda una tarea:
Cuidarlas sin medida.
Aprovechar cada instante con ellas, regalarles momentos hermosos, aligerarles las cargas, celebrar su vida, agradecer su entrega, y hacerles sentir que su paso por este mundo tuvo un propósito y fue cumplido con amor.
No desperdicies el tiempo junto a tu mamá. Porque llegará el día en que mirarás a tu lado… y sentirás el inmenso vacío de quien, sin hacer ruido, empacó sus maletas y se marchó.
Hoy sé que estás donde siempre brilla el sol.
Tengo muchas preguntas, pero una sola respuesta me basta:
Vives en cada rincón de mi corazón.
Tu sonrisa me acompaña, y el recuerdo de nuestro amor perdura. Aunque pasen los años, tu memoria brilla… y siempre brillará.
Las mamás están con Dios porque se unieron al que todo lo sabe, al que todo lo ve, al que todo lo puede. Prefieren irse para, desde allá, cuidar los tesoros de su alma y de su corazón: sus hijos.
Sé que esta noche nos embargan muchos sentimientos, pero también debería invadirnos una gran alegría:
Las mamás que Dios nos regaló fueron tan grandes que decidieron soltarse de nosotros, para poder vivir en nosotros desde el corazón de Dios.
Allí están:
En cada amanecer.
En cada recuerdo.
Vigilando desde el cielo a quienes aquí abajo nunca dejamos de pensar en ellas.
Muchos de nosotros seguimos hablándoles, pidiéndoles luz, guía, ayuda. Y sabemos que siguen velando por nosotros, tomándonos de la mano.
Por eso, hoy tendremos un gesto especial. Vamos a entregarles un pequeño regalo: un dulce.
—“Padre, ¿por qué un dulce?”
Porque tu mamá fue ese bocado dulce que endulzó tu corazón, tu alma, y te enseñó a decir “te amo”. Este dulce tiene un valor. Es el símbolo de lo que ella te sigue regalando desde el cielo: amor.
Y ahora, quiero que todos, al contar hasta tres, digamos con fuerza:
¡Mamá, te amo!
A la una, a las dos y a las tres:
¡Mamá, te amo!
Digan conmigo:
Amén.